sábado, 7 de abril de 2007

Huéspedes de las dunas

Crónica desde El Cairo - Kim Amor

La inmensa mayoría de los 72 millones de egipcios viven a ambas orillas del Nilo,que cruza el país de sur a norte. El resto, más del 97% del territorio, es desierto. La magia de las dunas atrae a buena parte de los expatriados. Algunos se han convertido en auténticos zorros del desierto y han hecho de los valles áridos y arenosos su segunda residencia. Esperan con ansia la llegada del fin de semana para lanzarse con sus potentes 4x4 en busca del silencio y del cosmos.

La mejor época para escaparse al desierto es de octubre a abril, ya que el resto del año es demasiado caluroso. En invierno hay que ir bien abrigado, porque por las noches hace un frío que pela. En primavera hay que andarse con cuidado por si aparece el jamsín, la temible tormenta de arena que engulle sin dilación y sin contemplaciones todo lo que encuentra a su paso.

Hay excursiones de un solo día, como si de un picnic al campo se tratase. Para los neófitos es un buen arranque. El destino puede ser un paraje cercano a El Cairo, al que se llega en un par de horas como mucho. Unos cuantos kilómetros por carretera asfaltada y otros tantos a través de la inmensidad. Al frente de la expedición va siempre el experto, provisto del correspondiente GPS, el verdadero salvavidas en este mar seco, plagado de fósiles de una belleza prodigiosa, como dientes de tiburones, caracolas y troncos de árboles.

Para el que conduce, la sensación de libertad es absoluta. Aquí no hay carnet por puntos que valga. La caravana de vehículos galopa como caballos desbocados hasta que se detiene en la falda de una larga hilera de dunas. La expedición monta en un abrir y cerrar de ojos el campamento, trepa a una de las dunas y otea el infinito. La mirada se pierde en un océano de arena blanca y, en lo más alto, en un cielo de azul intenso. Pequeñas ráfagas de brisa acarician con cariño la cresta y la ladera de la ola arenosa, marcada por las huellas de los pies descalzos.

Después de comer, uno puede echar una pequeña siesta bajo el toldo, leer un libro o pasear por las inmediaciones. Luego toca esperar el atardecer, cuando la luz templada pinta el vacío de un color anaranjado. Sin duda, es una experiencia inolvidable. Pero más sublime es alargar la excursión y quedarse a dormir, bien al raso, si la temperatura lo permite, o bien en tiendas de campaña.

Cuando la noche asoma se enciende un fuego y se preparan a la brasa unos buenos chuletones. Después, un café o un té y algún que otro licor. Hay quien saca la guitarra y entona viejas canciones. Llega uno de los momentos más sublimes. Antes de acostarse uno se deja llevar oculto en la noche más oscura por el misterio del universo. El inmenso manto de luces nocturnas brilla como probablemente en ningún otro rincón del planeta. No falta la estrella que sin previo aviso surca el cielo de manera fugaz. Apoteósico.

Una vivencia solo comparable a la que te brinda el desierto al amanecer. Es momento de alejarse tímidamente del campamento, plantarse en medio de la nada y sentir el alma del silencio más absoluto. Prodigioso. Si se puede, al desierto hay que ir al menos una vez en la vida.

2 comentarios:

sonia dijo...

... ay! me iba ahora mismito para allá!...

saludos!

Weiser dijo...

Que increible lugar sin igual...