Bario de vivos y muertos.
Ibrahim permanece la mayor parte del tiempo sentado frente al mausoleo de Hafiz Ramadán o tomándose un té en el cafetín de la esquina. Su trabajo no es nada agradable, pero no se queja. Se ha dedicado toda la vida a enterrar cadáveres y a vigilar y cuidar 35 panteones de la Ciudad de los Muertos, la enorme necrópolis de El Cairo. No es un cementerio cualquiera. En realidad, es un barrio abierto más de la capital egipcia, de ocho kilómetros, surcado por estrechas calles sin asfaltar flanqueadas por construcciones de una planta.
Lo más peculiar de la Ciudad de los Muertos es, sin duda, que aquí las almas de los difuntos comparten morada con los vivos. Ibrahim, por ejemplo, convive desde hace años con un personaje ilustre. "Hafiz Ramadán fue uno de los ministros del sultán Mohamed Alí, que gobernó Egipto a mediados del siglo XIX", dice con voz ilustrada. "Sus restos descansan aquí, junto a los de sus cuatro mujeres", añade el guardián de tumbas.
"Pase y eche un vistazo". Primero, la parte de la casa dedicada a los vivos. Dos diminutas habitaciones, con un hueco para un baño y otro para una cocina. Al fondo, el espacio reservado a los muertos. Un patio a cielo descubierto con cuatro pilares de mármol en los que hay grabados versículos del Corán y los nombres de los fallecidos. "Son las tumbas más importantes que tengo a mi cargo", señala.
No hay un censo de las personas que viven en la Ciudad de los Muertos, pero algunas estimaciones hablan de unas 500.000. Son gente humilde, la mayoría inmigrantes de otras partes de Egipto que llegaron a la capital en busca de un futuro mejor. Tal es el caso de Fátima, de 48 años, casada y madre de tres hijos. Custodia el panteón de una familia bien. "Aquí se vive muy tranquilo, no como en otras partes de El Cairo donde la gente se apiña en pequeños pisos, casi sin intimidad".
Ahora en verano, cuando el calor aprieta, Fátima y los suyos duermen al raso, junto a las siete tumbas que hay en el patio trasero de la casa. Recuerda que hace unos años, su hijo pequeño jugaba al fútbol entre las sepulturas. Una de ellas estaba abierta, a la espera de que trajeran un cadáver. "La pelota se metió en el agujero y mi hijo, que entonces tenía solo dos años, entró a buscarla. Salió de ahí con una calavera en la mano", dice entre risas.Fátima calla cuando se le pregunta por los ladrones de tumbas. El año pasado, la policía detuvo a un vecino que admitió haber robado hasta 10 cadáveres. Según dijo, los vendió después a estudiantes de Medicina por una cifra equivalente a 270 euros. La Universidad de El Cairo negó las acusaciones.
Como en cualquier otro barrio de la capital, en la Ciudad de los Muertos hay comercios de comestibles, cafeterías y puestos de venta ambulante. El viernes, el día festivo semanal para los musulmanes, es el de más trabajo. Es cuando muchos cairotas visitan a sus difuntos. Se plantan frente a la sepultura, cargados de flores, para rezar y leer el Corán. A la plegaria se suelen sumar también chavales del barrio que esperan a cambio recibir una propina o un poco de comida.
Algunos fieles aprovechan también para visitar las mezquitas y santuarios, coronados por cúpulas, donde descansan importantes personajes de la historia del islam. En el barrio hay más de 66 monumentos islámicos de los fatimís, ayubís y mamelucos. Aquí se levantan, por ejemplo, la mezquita santuario de Sayyida Nafisa, bisnieta de Mahoma, y la del jurista del siglo XII Ibn Idris al Chafi. Aunque el islam suní solo permite venerar a Alá, la tradición ha convertido a estas figuras en santos a los que se reza y se rinde tributo.
Said lo sabe muy bien. Es el imán de la pequeña mezquita de Sidi Uqba --uno de los 60 acompañantes de Mahoma--, que está medio escondida en las callejuelas del barrio. Reconoce que a veces vienen mujeres con problemas de esterilidad a pedir al santo que les ayude a tener hijos. Dan vueltas al sepulcro que yace en una de las estancias del templo, mientras tiran pequeñas piedras por encima del hombro. El religioso intenta persuadirlas, sin éxito, de que no lo hagan. "Les digo que no deben ser supersticiosas y que lo que tienen que hacer es leer el Corán y venerar a Alá", explica junto a su hijo, Husein, un niño de cinco años vestido con una galabeya blanca. En cualquier caso, cada una de las mujeres deja una pequeña propina al imán, lo que sin duda le reconforta.
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Increíble pero cierto!Yo estuve enfrente y pase al lado de dicho "barrio" aunque nunca entre. Utilizando la jerga,es todo un puntazo!.
Dios mió...que tendrá ese país y esa megalópolis que nunca más me olvide de ellos desde el primer momento en el que pose el pie en esas tierras...Volveré! sin duda.